Éramos parte de esa
civilización
nos entrelazábamos, su
raíz estaba en nosotros.
La hacíamos avanzar
cuanto queríamos,
la largábamos, la
hacíamos descansar,
poniéndonos su bañador
entrábamos al mar
y si cantábamos, las
olas lo sabían.
De pronto el quiebre
del tren
fugaz que se
entrecortaba en los cañaverales.
Cuerpos corrompidos,
canteras del mal.
El monte color de
cobre entraba pesado
en el corazón
avejentado de la arena.
Los gordos huesos del
río,
que remontaba el
profundo cielo
recogían la tristeza
de un amor húmedo.
Después aquel se
agacha, ese que todos conocemos,
entre mil y una ramas
y encuentra el remo
inapreciable
bajo las hojas,
quizás, de una adelfa.
Sin ritmo, la luz
saltó como un caballo
con un estúpido
demonio al anca.
Amarra el río al
arremolinado
calendario que todo
anuda
y mezcla lo antiguo
con lo nuevo
y al terminar se pone
un cinto ancho
toma
la empuñadura del tiempo de hocico largo
y lee lentamente los ángulos iguales.
Busca
las señales como señor del castillo
dobla
los fierros, ablanda corazones,
despedaza
mentes, une lo uno y lo otro.